Colombia: memoria, presente y poesía

Hay una imprescindible poética de la resistencia. Palabras que son capaces de apropiarse del dolor para sanar el mundo, para transformarlo. Hay palabras que sembradas en la tierra fueron abonadas por el dolor y la sangre, por la la herida que proviene de lo más injusto, por el poder de la fuerza sobre la razón.

Desplazados, torturados, asesinados y desaparecidos son muchos campesinos e indígenas de Colombia. Víctimas de un conflicto armado que no respeta géneros ni edades, y que va dejando a su paso a cientos de mujeres y hombres que como hace doscientos años buscan un lugar para la paz, para ver crecer a los hijos, para sembrar la tierra, para mirar nacer el futuro.

Tal vez el antecedente más inmediato del conflicto armado colombiano sea el surgimiento de las guerrillas liberales, reacción a la persecución política iniciada por el gobierno del Partido Conservador (1946-1953), entre cuyos puntos de inflexión se encuentra el asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán, en abril de 1948, suceso que dio origen a "El Bogotazo" y a un largo período de violencia que aún no acaba.

Poesía de la resistencia
La poesía es capaz de abrir sus brazos al encuentro con el otro, la poesía es capaz de ser memoria, de ser tiento y sueño, de ser lucha. Y porque Colombia duele y nos duele, porque es pueblo hermano, porque es grito desgarrado, nos comprometemos también con las voces de sus gentes.

“El prisionero / sólo tiene para protestar / su propio cuerpo”, dice Fernando Vargas, escritor y abogado, especialista en Derechos Humanos de la Universidad Externado de Colombia, quien además trabaja como consultor de CODHES, una organización que promueve la consolidación de la paz en Colombia y la realización integral de los Derechos Humanos, a través del desarrollo de políticas de Estado, poniendo especial atención en personas y comunidades afectadas por el conflicto armado interno. 

Asegura Vargas que “en Colombia pareciera que ser sobreviviente no fuese una virtud sino una expresión problemática. Quien lleva consigo la memoria de la contradicción, la tragedia de la muerte y la crueldad erigidas en cotidianeidad impuesta, lleva consigo un estigma”.

Memoria
Es en este sentido que la memoria es imprescindible, porque se busca con ella recuperar la historia de los vencidos para abrir la senda del futuro. Se trata de construir colectivamente una visión del mundo que debe necesariamente tener en cuenta el dolor venido de décadas de barbarie y asombro, porque en Colombia la vida se volvió un acontecimiento extraordinario. Sobrevivir es el signo de los muchos que nada tienen y pasan los días deambulando los impuestos silencios. El lenguaje que no tiene nada de inocente sigue llamando desplazados a los refugiados de una guerra en la que el inocente paga con hambre, miedo y destierro.

“He inventado un país de cuerpo derrochado, / de dinamita mojada por el tiempo, / por la lágrima mortal de los desheredados. / Un país que detenta sus misterios / con golpes de instante e imágenes de victoria, / un país que nace y respira / al compás de una brújula que no marca el Norte” escribe Fernando Vargas, en Épica del desheredado.

Y es que la poesía es también trinchera para la lucha. Espacio para la edificación de otro mañana. Por eso escribe el escritor colombiano, en su trabajo titulado Dimensión colectiva de la reparación simbólica en Colombia: hacia una poética de las víctimas a partir de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que “la reparación simbólica es pues el futuro que sabe para no olvidar, es memoria espermática y verdad transformadora: la posibilidad infinita de realizar la terrible felicidad por la que lucharon los que ahora están muertos”.


Tríptico de la Indignación
La palabra poética se adueña entonces de los ecos para hacerlos grito, para echarnos en cara todo el dolor que callamos y vendemos, todo lo que pensamos que no nos pasa, porque les pasa a otros. Como si el dolor ajeno, no fuera también nuestra propia derrota. Otro poeta colombiano, Fernando Cely, que converge junto con Fernando Vargas y Darién Giraldo en Tríptico de Indignación, una antología poética, escribe “Pero estoy aquí / para gritar / de frontera a frontera / de trinchera a trinchera / lo que la palabra reclama / con poesía o sin ella”.

Palabra justa, honesta, decantada de poses. Poetas que sabiéndose las heridas abiertas encuentran en los versos un estandarte para enumerar las ausencias. Esta poesía colombiana, tan americana, tan nuestra, dibuja los surcos de la vida que es, la que pasa con los ojos en las trastiendas del alma. Y en otro poema canta “Quiero encontrar un verso / que detenga las balas / que inundaron de muerte / aceras y veredas, / las lágrimas perdidas / de madres desmembradas / y huérfanos sonámbulos. / Quiero encontrar un verso / para iniciar un capítulo nuevo / en nuestra historia”.

Colombia
“Si el símbolo más contundente de herida abierta es el país mismo, erigido en los mitos de la deshumanización, en el positivismo del lenguaje del poder, hay que reinventar el país”, afirma Fernando Vargas.

Y le da paso al tercer poeta de Tríptico de la Indignación, Darién Giraldo, cuando escribe “Madre: / Mira los muertos sobre las flores / míralos desnudos en la danza / en el rito del tiempo / bajo el empeine desolado de esta tierra / que va quedando sola”. Y termina Vargas en su trabajo, mostrando y mostrándonos la imagen del dolor más hondo, el que es capaz de fracturar la vida para convertirla en eco eterno. Porque Colombia es también “como la imagen de aquella madre jurídicamente sola que llora su pequeño hijo muerto, voz que recorre las sombras marchitando su ignominia con el fuego pausado de la nostalgia, la dimensión política de la reparación simbólica, supera al sujeto individualmente considerado”.

Colombia arde en la memoria. Incendia el presente con sus desaparecidos, sus refugiados, sus muertos, sus vivos. Colombia, patria hermana, frontera silenciada que vende la imagen de sus costas y esconde lo invisible, es también esperanza y una apuesta a la vida que no muere ni calla.




COLOMBIA Y SUS DESAPARECIDOS
Represión arbitraria e ilegal por parte de terratenientes, narcotraficantes, grupos de ultraderecha y militares en contra de campesinos, indígenas y afrodescendientes, tienen en Colombia, una larga tradición de desapariciones, asesinatos, torturas y expropiaciones de tierras. Estos grupos de poder han logrado incluso que se exilien dirigentes y activistas de grupos de derechos humanos a los que acusan de terrorismo pretendiendo con ello no sólo la deslegitimación de los derechos humanos sino, además, justificar el crimen y el terror en que tienen sumida a gran parte de la población colombiana.

Comentarios

Entradas populares