Ana Enriqueta Terán: Itinerarios de vida
Va y viene, como el agua, como el viento, como el sonido, como la vida. Viene y va, en su palabra que dice el mundo, como verso que lo canta, como ancha y espesa arboleda, como el eco de un adiós, como una bienvenida. Poesía que sabe del roce, de la herida, del descubrimiento, la canción, la tierra y sus desaparecidos, sus miedos y sus risas, poesía que lleva vientos y amares, sones y pasiones con voz de mujer. Ana Enriqueta Terán (Valera, 1918) es una poeta que sabe de los silencios y de los gritos, de las montañas y del sol, del cielo claro y de la lluvia espesa, porque sabiendo palabras descifró la vida, y la convirtió en verso para decirse en una tregua, en una tarde de a dos.
“Quiero dejar constancia de mi sangre, mi sangre / que ama las tierras altas y las tierras dormidas; / quiero dejar constancia de mi cuerpo en las sales / de los futuros cuerpos erguidos en la brisa. / (…) / Estar triste es buscarse la noche en los cabellos, / o pensar con dulzura en una tiernamente; / es olvidarse niña al pie de aquel saucedo, / o recordar sus hombros cual si estuviera ausente”.
(Oda, fragmento)
En la antología poética, publicada por Monte Ávila Editores, en la Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, en 2004, se reúnen las voces de esa mujer imprescindible para nuestros decires de pueblo. Sus versos, son sus versos, pero son también los nuestros, porque la poesía nace de las entrañas de las gentes y sus tierras. Tiene Ana Enriqueta en su palabra la dimensión exacta de esta geografía siempre verde, mineral, contradictoria e infinita. Sabe ella de los miedos ancestrales, de las esperanzas todas, de los paisajes posibles donde andamos y donde a veces también lloramos a los nuestros, desandando la muerte.
“Los mismos o quizás otros vistos de espaldas / o mismo ellos organizando única frase bajo sombreros del país. / (…) / Duelen, nos duelen caños a se apercibir. / Duelen ellos, míos, míos, tierra de andar a pie; / hondura, espesor de regazo para ellos / que me aseguran dolor joven / capacidad fulgurante de amor / y una medida de infinito para trasvasar mi silencio”.
(A la gente de El Amparo, fragmento)
Ana Enriqueta tiene en cada verso una canción. Su poesía es de las que cantan, de las que suenan y resuenan. Y su ejercicio hondo de soledades tiene el sabor de lo cierto, de lo desgarrado y de lo compuesto. La lectura de su poética tiene la textura de la tierra abonada de risas, el aliento del café recién colado, el color del campo, la montaña, el mar y la selva, y el sonido de las palabras dichas y de todas las que faltan para pronunciar la vida.
“La poetisa responde de cada fuego, de toda quimera, entrecejo, altura / que se repite en igual tristeza, en igual forcejeo por más sombra / por una poquita de más dulzura para el envejecido rango. / La poetisa ofrece sus águilas. Resplandece en sus aves de nube profunda. / Se hace dueña de las estaciones, las cuatro perras del buen y el mal tiempo. / Se hace dueña de rocallas y peladeros escogidos con toda intención. / Clava una guacamaya donde ha de arrodillarse. / La poetisa cumple medida y riesgo de la piedra de habla”.
(Piedra de habla, fragmento)
Hay que volver cada vez que se nos pierda la tonada. Volver una y otra vez que se nos extravíe el tacto. Volver para reconocernos tierra y reconocernos siembra. Hay que volver siempre a su palabra, al verso que llueve hojas y araguaneyes en flor en una tarde de mayo, volver para quedarse.
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