Una orilla en el mundo



Tenía como ocho años cuando Luis Herrera Campins era presidente. Lo recuerdo en la radio diciendo que acabaría con los pobres en el país. Lo que sigue lo rememoro en las voces de mis padres. Cuentan que ante aquella afirmación no se me ocurrió otra cosa que llorar desesperadamente. A esa edad hay muy pocos matices, y las palabras se entienden de manera literal. Ellos, eran jóvenes y soñadores, relatan que no supieron si reírse o acompañarme en el llanto. Lo que dijo el entonces presidente de Venezuela, a mi corta edad, fue que fulminaría a cuanto pobre anduviera por ahí. Casi cuatro décadas después me sonrío ante el atisbo de lucidez de mi infancia.

De aquel episodio me quedó la certeza de la orilla del mundo que he habitado y en la que espero morir sin traicionarme más de la cuenta. El mundo que quiero habitar, en el que quisiera que estuviéramos todos, es el de los muchos, el del nosotros.

Aunque no seamos pobrísimos, somos por decirlo de alguna manera, pobres, clase media para más señas y con suerte. Somos los muchos que vivimos al borde del sueldo, los que sumamos dos billetes para llegar a final del mes, los que asumimos la vida como un milagro, los que amamos sin páginas de sociales, los que creemos que el futuro nos pertenece, los que nos resistimos a caer en la tentación del dinero fácil, los que planificamos vacaciones –cuando se puede- y una salida a final del mes, porque el dinero no alcanza para improvisaciones. Somos los que aún y pese a todo tenemos la convicción de que el mañana será mejor, más justo y más hermoso. Somos los de la utopía y los que sabemos que no apoyaremos nunca a quien quiera el poder para acabar con los pobres, sino con la pobreza que nace siempre de lo más terrible de la humanidad.

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