Un beso al atardecer



La foto, conocida por demás, es de Elliott Erwitt.
Lo mío siempre han sido los amaneceres. La contemplación de ese instante de luz que enciende el rastro del sueño y la nostalgia me conmueve. Pero puedo reconocer que de vez en cuando algún atardecer me deja sin aliento. Un domingo de estos enfilé a la panadería a golpe de ocaso en mi viejo auto bicolor, justo en la isla que cruza una de las avenidas más grandes de la ciudad, una pareja se besaba a esa hora en que el domingo se llena de silencio.
Una mujer y un hombre cualquiera. Ni muy jóvenes, ni viejos, dos como nosotros. Ellos, inconmovibles a todo lo que sucedía, se besaron para componer una de las postales más hermosas que he tenido la dicha de mirar con los ojos de afuera y los de adentro, porque hay un par de ojos que nos permite mirar sintiendo.
No sé cuánto duró el beso, no importa. En ese momento ellos fueron parte del paisaje que nos recuerda que la ternura es sobre todo una forma de abrazarse a la vida.

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