Equinoccial, a veces... Gustavo Pereira


A veces, sólo a veces, la vida se vive a plazos. Las facturas vencidas se acumulan y engendran melancolías. A veces, en cambio la vida sorprende por su buen trato y entonces uno no quisiera despertar del sueño. A veces la vida es una guerra o una tregua, un minuto que siendo deja de ser y que nunca nos deja indemnes.
En cambio, otras veces, la indignación se suma a viejas heridas y entonces estallan las alforjas. Hay también derrotas de ahora y de siempre, resquicios y rendijas, hay palabras que juntas hacen hogueras para iluminar la vida.

Para sellar mi pacto con la vida / parto de las probables / raíces de mis huesos De lo que pudo / ser en mí corona / de lejanas espinas”, canta Gustavo Pereira (Isla de Margarita, 1940) en Somari para pactar con la vida, poema de Equinoccial, publicado por la Editorial El Perro y La Rana, en 2007.

La palabra de Pereira tiene del amor el compromiso con los sueños, con los suelos, con la tierra y sus gentes, él es esta Patria contradictoria, mineral, que baila tambores y canta noches estrelladas a la sombra de algún olvido. Él es de esos poetas imprescindibles, de esos que saben hacer el mundo nombrándolo.

“Tú conoces muy bien desde el fondo del alma / por qué la vida pasa como pasa / Sólo que hay una sombra entre la vida y tú / Tú podrías desatar los nudos que te enlazan / la soga que te oprime / el lazo que te ahoga / Sólo que hay un cerrojo entre la vida y tú / (…) / Muros muros de sombra de bruma y de cerrojo / Muros cerrojo y sombra / Bruma sombra y cerrojo”. (Canción del anochecido, fragmento)

Todo lo vivo, lo vivido, lo amado, lo sentido, lo deshecho... todo lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos se entreteje en los versos. La palabra es la dimensión del hombre, su exacta mirada del mundo, el latir de sus pueblos. Somos esto que somos, esto que anhelamos, esto que el poeta descifra en la página hecha verso, esta voz y todas las voces, todas las risas y todos los llantos.

“Cuando, como una esencia, bebo el jugo del vivir, doy gracias al árbol del fruto que como y a la tierra benigna que lo acuna y a las lombrices y las sustancias que nutren su savia. / Cuando un ser vivo muere otro ser vivo nace en mí. / Y en esta estratagema se construye la eternidad que soñamos”. (Texto del sistema, fragmento)

Pero al poeta lo mueve el amor y sus viceversas. Y aparece entre sus versos la mujer que contempla los ires y venires del mar golpeando las orillas. La caricia sabe a sal y a encuentro, tiene la textura de la arena tibia y sabe a gloria cuando doblega al poeta en la hoja. Allí un espejo, posible o imposible en los tiempos, un reflejo, un enigma...

“Para desnudar a una mujer no hace falta penumbra / ni pericia / ni astucia / De nada valen erudición destreza brusquedad / Ni siquiera sabiduría / (…) / Para desnudar a una mujer toda presunción es inútil / toda voracidad resulta amarga / todo discernimiento se vuelve melancólica penuria / Para desnudar a una mujer basta el instante / en el que el ciego misterio la envuelva y la estremezca / y restaure en su pecho la incordura / y sepulte su cuerpo en nuestros brazos”. (Para desnudar a una mujer, fragmento)

Gustavo Pereira, poeta infinito, vivo en nuestras vidas y en los poemas que nos siembra. Divinamente humano en la cadencia y en el sonido que guardan sus versos, los que acarician el mágico susurro del viento en los árboles.

“No me alcanza una vida para cambiar al mundo / La mía en cambio en segundos el mundo la deshace / Pero cuando las ramas / de Utopía arden a la distancia / la bruma / y el frío polar se encogen / y cada corazón en el planeta repite el sonido del humo propagándose”. (Somari con humo y utopía, fragmento)

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