Martín
Martín tiene miedo de salir, afuera está la muerte
agazapada. Su madre, una buena amiga, me cuenta el temor de su hijo de ocho años. Es en todo caso, el mismo sentimiento que he visto detallado con imágenes
en los noticieros y en los portales informativos de otros países distintos a
este, donde también me acompaña el desasosiego, aunque no a la muerte, sino al
futuro.
Pienso en el mañana. No en el mío, ya estoy jugando, con
suerte, el segundo tiempo de un partido que siempre he sabido que no tendrá
prórroga y que perderé irremediablemente, sino en los días que tienen por
delante los niños de hoy.
¿Cómo crecerán nuestros hijos, sobrinos y nietos que les ha
tocado vivir, a esta hora, más de un mes de confinamiento por temor a
contagiarse de algo que ni siquiera pueden ver? ¿Qué cicatrices cruzarán sus
almas? ¿Les quedará para siempre metido en medio de las certezas la posibilidad
cierta de morir por lo invisible? ¿Abrazarán menos, serán más distantes, más
ajenos?
El futuro siempre ha sido materia de utopía e incertidumbre,
pero esta vez, una vez, espero que podamos hacer del mundo un paisaje menos
inhóspito que el que hemos habitado hasta hoy. Martín se merece un lugar para
tener esperanza, para calibrar los sueños con la mirada limpia, con las ganas
intactas, con las pelotas listas para alcanzar los arcos y las calles con
espacio para su bicicleta.
Ojalá, pienso desde este encierro que ha perdido el buen
sabor de un pijama de domingo, sepamos enmendar los entuertos y podamos
hacerles creer a los niños de hoy que el futuro es un buen lugar para llegar.
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