El país empieza en casa
El país empieza en
casa justo cuando el café lo impregna todo
con la sensación de
hogar apenas desperezando la mañana,
en el agua que moja
las sequías de tantos años de tuberías secas
y humedece la tierra
donde crecen las flores en el jardín.
Está cómo no, en
los ojos del niño que no quiere levantarse temprano para ir a la
escuela
y que después
siempre se demora jugando a la pelota.
Se encuentra en las
ganas de volver al abrigo y al frescor después de la jornada,
del tráfico, del
traqueteo de la ciudad convulsa.
Es cierto, que se
queda calladito en las tardes de domingo
cuando las películas
siempre nos reúnen después de una comilona familiar.
También se intuye
en la cocina, cuando todos duermen,
y el tiempo se
aprovecha para ajustar los detalles del almuerzo del día siguiente
y se repasan los
ruedos de los uniformes y se planchan las camisas.
Grita todo su
esplendor en los cuadernos, que a colores dibujan pájaros y
banderas,
con la certeza de
que ambas cosas son casi lo mismo.
El país, cómo no,
está en las sábanas que los sábados se tienden al sol y al viento,
en las ollas que
ahora están boca arriba llenando de aromas las paredes,
y en las manos del
abuelo que se empeña en descifrar las hojas de los periódicos
porque después de
años aprendió a leer.
El país empieza en
casa, en nuestra casa,
con nuestros hijos y
nuestros padres y sus sueños
y los nuestros.
El país está adentro y palpita y vibra y arde y enciende y sobre todo vuela
El país está adentro y palpita y vibra y arde y enciende y sobre todo vuela
y para volar no
necesita alambradas, ni piedras, ni gritos, ni fuego, para volar le
bastan los
pechos en los que
anidan todas las voces.
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