En defensa de la rabia

Imagen tomada de Transtierros
Programas de televisión, películas, muros de facebook, blogs, cuentas de twitter, libros, todos empeñados en vender la felicidad como si aquello fuera un producto de consumo. Para ser feliz compre, compre, compre, consuma, así hasta el infinito. La sociedad occidental obliga a las gentes a ser felices con las cosas y a cuenta de todo lo demás. Me pregunto por qué nos quieren meter a fuerza en esa cosa que es la felicidad de estos tiempos (cuerpos perfectos, comida vegana, belleza plástica, establishment intelectual que lee recetarios para alimentar el alma).
No es que pasársela bien no sea grato, pero esa felicidad automática e irreflexiva que la industria del entretenimiento ofrece como una panacea, parece más bien un vocerío de arrabal o en el mejor de los casos cementerios atestados de clase media.
Un amigo me decía hace años que el motor de la historia es el estómago, también la rabia, la inconformidad. Para cambiar el mundo hay que enojarse, taconear duro y gritar bien alto. Desgarrarse en un grito capaz de sumarse al coro de los dolores próximos y prójimos, en un abrazo que pueda juntarnos en la esperanza. 
Es precisamente cuando nos sacudimos la felicidad acartonada cuando nos damos cuenta que para ser alegres necesitamos ser muchos, no se puede ser un contento en medio de un mundo en guerra, quién puede sonreír ante la sed, el hambre y el miedo de millones de seres humanos, quién puede lanzar una carcajada cuando la tierra ha dejado de ser un hogar para convertirse en una tumba. No, no quiero ni creo en la felicidad 2.0, la que quiero es la que nace de la mirada, el descubrimiento, el sentimiento y el reconocimiento de que somos apenas un granito de arena en el gran océano humano. 

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