De la grieta y otros acuerdos

De la grieta me salvé el día que partí. Un poco antes tal vez. Me permití la salvación en el instante justo en que abandoné cualquier bandera para abrazar con la convicción de los erizos, el futuro. Entonces, armé las dos valijas que permitía la aerolínea con más nostalgia que esperanza. Prioricé pulóveres y bufandas y fui dejando atrás viejas cartas de amor, fotos gastadas, discusiones que creí necesarias en su momento, libros que amé con locura y procuré ahorrarme todas las despedidas posibles. Menos la de mi hermano que es la única herida abierta. Atrás quedaron las consignas. De la polarización me salvé cuando me enamoré en un suelo que tiene algo de mis raíces arrancadas y mucho más de mi desconcierto de cúpulas con murciélagos. Solo entonces me di cuenta que el amor con pan sí puede hacernos felices o todo lo que dura la felicidad hasta que nos duele una muela, que no vale la pena ninguna patria que no sea la del deseo y la de vivir en un mundo mejor que cada vez imagino menos y procuro hacer más, en los gestos mínimos de las disidencias cotidianas. Finalmente, la grieta se ha cerrado y la revolución no hace más que empezar cada día cuando a pesar de todo, nos miramos y tomo mi primera taza de café, mientras del otro lado de la mesa se enfría la bolsita de té y concordamos a pesar de todas las diferencias.

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