Gracias por todo 2020

Como muchos he guardado silencio. He querido ser testigo mudo de un tiempo convulso e incierto. Me he negado a dar testimonio del miedo, a tomarme fotos con mascarilla, a escribirle al encierro o a darle forma a la muerte. Sin embargo, como todos he estado ahí. Han pasado nueve meses desde el primer confinamiento. He visto transcurrir los días encerrada en una habitación que en invierno mira hacia adentro sin sol. He bajado de peso, he llorado a los ausentes, me ha pesado más que nunca la distancia y me han hecho falta como nunca los abrazos que se quedaron a miles de kilómetros.

Haciendo balance, el de siempre para estas fechas de cierre y comienzo, ha llegado como una bocanada de aire limpio la única certeza que me salva y nos salva de todo lo vivido y dejado por vivir en estos tiempos: el amor.

No tengo la utópica esperanza de que el 2021 sea mejor. Vamos, que será igual o peor que este. Viviremos tal vez nuevos confinamientos, otras pandemias, otras despedidas más o menos silenciosas, otros inviernos y otros días que se sucederán sin tregua.

El 2021 no será mejor. Seguirá todo lo que está mal: el poder por el poder, el hambre, la miseria, los niños sin escuelas, las madres sin hijos cerca, la juventud desperdigada, las grietas, los debates inútiles, el aire cada vez menos limpio y un futuro que cada día parece menos cierto.

Y pese a todo, pese a nosotros mismos, queda el amor. La posibilidad infinita de reconocerse en el otro, de saberse amado, de entender por fin que no estamos solos. En estos nueve meses de guardar silencio y mirarme en el espejo entablando los únicos diálogos que no fueron a través de una pantalla, el rostro invertido que me miró limpio de maquillaje y más despeinado que nunca, me devolvió la respuesta que esperaba: allá afuera, encerrado de la misma manera, está la voz, la caricia, la mirada, de todos, de nosotros.

El miedo nos devolvió la certeza de la otredad como vínculo con el exterior. Si alguna esperanza guardo para el porvenir es la que habíamos desdibujado en el marasmo de la cotidianidad del consumo, no, no estamos solos, ni somos solos.

Así que aprovecho a elevar un único deseo para el tiempo por venir. Deseo el amor como un faro encendido en mitad de la noche oscura, una luz que nos guie y nos encienda, y que con ella podamos hacer brillar lo bueno que queda de nosotros. Y para que no queden dudas no hablo solo del amor romántico, idealizado en las películas con finales felices, porque esta vez no importa el final, lo que importa es el recorrido, el tránsito vital que nos atraviesa entre el primer y el último suspiro, largo o corto, lo único que vale la pena es el tiempo invertido en amar. Ese sentimiento, tal vez el que nos hace precisamente humanos, con el que podemos reconocer la dimensión exacta de lo que somos, una estrella diminuta que titila en la memoria de los que nos acompañan en este viaje ínfimo, brevísimo, que hacemos junto a quienes igual que nosotros desesperan de tanto de esperar, que lloran y ríen, que cantan, viven y mueren, como nosotros cada amanecer.

Estos nueve meses que han pasado y que no acaban hoy, ni mañana, por fin me han dado la valentía de soltar todo, casi todo. No me importa a esta altura la despedida, sino la alegría azarosa de haber estado aquí, de haber amado sin cortapisas, de haberme entregado cuando todo parecía un naufragio. Así que gracias 2020, gracias por la vida, por cada soplo de aire.

 

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