Ají dulce
Con los años llegan rituales y
mañas. Los humanos somos unos acumuladores de gestos y recuerdos. Cuando la
vida va pesando, que es una forma de pasar nosotros a través de ella, la
memoria va tomando forma y deja de ser fantasma para convertirse en compañera. Nunca
fui allegada a la cocina, no porque no disfrute los placeres de la carne, sino
que el fuego y los cuchillos me han dado pereza.
Al llegar a esta edad incierta,
entre la juventud y la vejez, me ha tocado dedicar algunas horas a las
hornillas y a las ollas. Debo confesar el arrebato que me producen los colores
de las verduras y la satisfacción que he aprendido a encontrar en los aromas de
ciertas sustancias que puestas al fuego lo bañan todo.
Así fue que me reencontré con el
ají dulce, capsicum es su nombre
científico, el que mi madre cortaba con esmero en sopas y sofritos. Cuando voy
al mercado y lleno una bolsa de rojos y verdes, pienso en su sabor. Me alegra
siempre el paladar cuando descubro que lo dulce era picante. Prefiero nunca
probarlos antes, me quedó con el misterio de la fragancia cuando la sartén toma
temperatura. Los ajíes dulces, sabor de la cocina venezolana, olor de las manos
de mi madre, son una sorpresa. Rojos o verdes pueden resultar al punto de una lágrima.
Finalmente así es la vida, ni más ni menos. El amor o el deseo, pasado por el
fuego, puede arrojar la dulzura o el picor de un buen plato para guardar en el recuerdo.
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