Al amanecer
A veces me pasa. Antes de las cuatro de la mañana ya estoy
calentando el agua del café. Ya con la taza en la mano, miro desde el noveno
piso el paisaje que se abre aún en la oscuridad y entonces me doy cuenta del
miedo que provoca el ruidoso silencio de la noche. No dura mucho tiempo, pronto
la claridad se desparrama sobre el horizonte.
Hay quienes se acuestan a esa hora en que pudiéramos imaginar
que los angelotes o las brujas revolotean, otros, abrimos los ojos cuando el día
despunta en lo que queda del sueño o la pesadilla.
La madrugada es para la poesía y también para el rumor de
los cuerpos, que es otra forma del verso por cierto, pero si le atenaza la
soledad la madrugada es el momento perfecto para darse cuenta que ante usted
todo es infinito, menos su dolor o despecho o incluso la felicidad. Ante el sol
que nace desde el fondo, porque así lo percibimos, nos damos cuenta que pese a
todo no somos más que simples espectadores del azar maravilloso de este planeta
que gira y gira alrededor del fuego.
Nunca un amanecer es igual a otro. Cada día las tonalidades
con que el cielo se ilumina es diferente. Este hallazgo que hago cada mañana
con los ojos abiertos, tomando lentamente el primer café del día, me trae de
vuelta el milagro de la vida, de esta que me tocó por pura casualidad, y así
vestida pese a todo lo que venga después, sé que me encontraré mañana con el
rumor de la noche que cae vencida ante la luz.
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