Gabriel García Márquez: uno de los nuestros
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(Imagen tomada de internet) |
Gabriel García Márquez, el
colombiano infinito que nos dejó Macondo como un refugio para
sabernos más felices, vive en las palabras con que supo nombrar el
mundo y hacerlo siempre un poco mejor.
Aunque a lo mejor pasó inadvertida una
lluvia de diminutas flores amarillas, como mariposas, cayó lenta
sobre toda América Latina el pasado jueves santo, para agradecer la
existencia de Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de
marzo de 1927 - México, D. F., 17 de abril de 2014). Él, contento
por la luz que irradiaba el batir de las alas y seguro de haber
nacido para quedarse, se despidió con gesto cómplice. Nosotros, sus
lectores, sabemos bien que quien se marcha es un hombre que nos hizo
un poco más felices, porque el Gabo nos abrió hojas como puertas y
de ellas salimos siendo un tilín mejores, como diría Silvio.
Sobre él todo está ya dicho. El gran
inventor del mundo posible, el mago que fue capaz de crear Macondo
para recordarnos la magia que habita en los gestos cotidianos y en la
ternura del amor, se queda como el mejor pronóstico de los tiempos
que aún están por venir. Ese Gabo infinito que hizo que los ojos
del mundo nos vieran en la dimensión exacta de nuestra historia y de
nuestro tiempo, está para siempre en esta geografía que descubrimos
al calor del hielo y sobre todo, en el olor a guayabas que tiene el
Caribe que lo acoge como a uno de sus hijos más amorosos.
Los recuerdos de su infancia y su
familia –la figura del abuelo como ejemplo del patriarca familiar,
la vibrante belleza del lenguaje campesino y la convivencia con lo
mágico en lo cotidiano y en la voz de su abuela que contaba cuentos
de fantasmas y aparecidos– son la base desde la cual se erige el
reino posible de la magia sobre la tierra. Probablemente hasta
entonces nadie que no fuera latinoamericano podría haber entendido
los misterios de esta tierra de pájaros multicolores, de ríos que
parecieran que no tienen orillas, de selvas infinitas que multiplican
la luz en los aguaceros que recuerdan al diluvio universal. Eso fue
lo que Gabriel García Márquez le contó a quien quisiera escuchar
con ojos nuevos. William Ospina, escritor también colombiano y como
Gabo galardonado con el Rómulo Gallegos, escribió recordándolo que
“él mismo ha dicho que lo que encontró aquel día, por la ruta de
Cuernavaca (cuando desentrañó lo necesario para iniciar la
escritura de Cien años de soledad) fue el tono de la voz de su
abuela, la capacidad de decir las cosas más inverosímiles con la
cara de palo de quien las cree de verdad. Sus obras parecen derivar
de la tradición oral. Como los poemas, quieren ser dichos en voz
alta, porque tienen mucho de la virtud sonora del lenguaje”.
¿Que a dónde se fue Gabriel García
Márquez? ¿Dónde pudiera irse ese mago de la palabra que amó lo
más hondo y fecundo de estas tierras? Pues a ningún lugar, ningún
olvido es posible para este hombre que nos contó todo lo que de
fantástico tiene este territorio de sueños por cumplir. Y si de
palabras se trata, pues el Gabo sí tiene quien le escriba y sobre
todo tiene quien lo lea. Escritores entrañables, músicos
fantásticos y lectores de todas las edades y países, han dedicado
por todos los medios que existen su homenaje a este latinoamericano
universal que no por ello dejó de ser siempre uno de los más
nuestros.
Silvio Rodríguez, el trovador
infinito, escribió una carta de despedida en la que asegura que a
García Márquez “voy a conservarlo así, sonriente, gozando de la
vida, a lo mejor en la voluta de una idea que la insondable alquimia
de su talento dejará en una ínfima reseña”, y subraya que
“seguro así” se sentirá “alguito menos huérfano”.
Por su parte, el uruguayo Eduardo
Galeano en una entrevista telefónica al ser consultado sobre la
muerte de uno de sus entrañables amigos afirmó que “lo que más
duele está en las bellas palabras que la muerte nos ganó de mano y
nos robó. Yo creo que ellas, las palabras robadas, se escapan a la
menor distracción, huyen de las páginas de los libros de Gabo y se
nos sientan al lado en algún café de Cartagena o Buenos Aires o
Montevideo. O aquí, en Río de Janeiro”. Al final, el homenaje
imprescindible es tenerlo cerca y para ello, están sus obras, La
hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), Los
funerales de Mamá Grande (1962), Cien años de soledad (1967),
Relato de un náufrago (1970), El otoño del patriarca (1975),
Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del
cólera (1985), El general en su laberinto (1989), Del amor y otros
demonios (1994), Noticia de un secuestro (1996) y Vivir para contarla
(2002), entre otros libros de cuentos, novelas y crónicas.
El Premio Nobel de Literatura de 1982,
que diez años antes había sido galardonado en Venezuela con el
Premio Rómulo Gallegos por Cien años de soledad, además de ser el
creador del realismo mágico y uno de los principales exponentes del
llamado boom latinoamericano, dejó un legado indiscutible para el
ejercicio del periodismo que creía el mejor de los oficios. Y es que
aunque estudió Derecho, abandonó pronto la carrera para dedicarse
al periodismo y a la literatura. Sus crónicas y reportajes
atestiguan el compromiso del hombre y del escritor con su tiempo y
con sus gentes. Su palabra fue certera y abogó por el desempeño
ético y la profundidad intelectual de las nuevas generaciones de
periodistas. Allí queda como parte de su obra, no sólo la
recopilación de numerosos escritos sino también su apoyo en los
primeros años a Prensa Latina, agencia de noticias de Cuba en la que
también participaba Rodolfo Walsh bajo la conducción de Ricardo
Masetti, al igual que su participación en la fundación del
periódico mexicano La Jornada y la creación de la Fundación Nuevo
Periodismo Iberoamericano en 1994, con sede en Cartagena de Indias,
todas apuestas para la formación de quienes tienen a la palabra como
instrumento para narrar el mundo. También fue un apasionado de la
cinematografía. Y es que en él, palabra e imagen se conjugaron para
contar lo que hacía falta leer.
En fin, el que se fue es uno de los
nuestros. Uno que supo encender la escritura para nombrar lo mejor de
nosotros, uno que supo hacer nacer la magia que nos habita y que nos
convoca a mirarnos y desperezarnos para encontrarnos siempre un poco
más nuevos con las ganas de fundar el futuro. Al Gabo lo despiden
cientos de acordeones que cumbia en voz hacen subir y bajar a miles
de mariposas amarillas para darle el mejor abrazo que el cielo y la
tierra toda le ofrendan en el alborotado bullicio de este trópico
inmenso que lleva su tacto como un adiós, pero sobre todo como una
bienvenida.
“Por no querer que las cosas sigan
así...”
“Me atrevo a pensar que es esta
realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este
año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una
realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y
determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y
que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha
y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es
más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos,
músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la
imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la
insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble
nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.
Gabriel García Márquez
(Fragmento del discurso de aceptación
del Premio Nobel)
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